Ruperta “La India”: Piedras Sagradas

Ruperta Valdés Tejeda “La India”, El Corral de Los Indios, San Juan de La Maguana

Ruperta Valdés Tejeda, conocida por todos como La India, es mucho más que una mujer del campo. Es una presencia poderosa, una guardiana de sueños, piedras, animales y secretos. "A mí no me conocen por Ruperta," dice con firmeza. "Ese es el nombre verdadero que yo tengo guardado.”

Criada Monteando

La Piedra de Anacaona en El Corral de los Indios

La casa de La India se alzaba como un testimonio de su espíritu—pintada de un rosado brillante, alegre y sin miedo, igual que ella. Vive al lado de El Corral de Los Indios, un lugar que lleva un peso ancestral profundo. En su centro se encuentra la Piedra de Anacaona, una gran roca de forma cónica que, según cuentan, marca el corazón espiritual de Kiskeya, la isla sagrada de los taínos. Dicen que allí fue sentaba Anacaona, cacica y poetisa, mártir del genocidio colonial. 

Al principio, La India fue reservada, respondía nuestras preguntas con brevedad. Pero pronto, su espíritu se encendió con la misma chispa que tantos en su comunidad admiran. Nos mostró su fuerza, su humor, su historia. Con voz clara y firme, entre risas y silencios, compartió su mundo con nosotros.

Desde joven, la India fue distinta. Era la única mujer que montaba a caballo, con machete al cinto y un sombrero sobre la cabeza."Los únicos que vi montado a caballo eran mis hermanos. Mis hermanas no hacían lo que yo hacía. Y todavía me siento con ese espíritu. "Yo tengo dos puñales y un machete ahí guindado. Me ponía mi sombrero. A mí me respetaban. Yo soy una mujer respetada desde muchachita." Su padre la enviaba sola a buscar vacas paridas: "Con un lazo, un perro, un machete” dice. 

Tenía una conexión profunda con los animales. "Yo misma cuidaba mi vaca. La bañaba con una bomba, con un paño. Vaca mansa, yo la bañaba con las manos." Las llamaba por su nombre y asegura que incluso una vez una vaca le habló: "La llamé por Rosa. Cuando la fui a amarrar, la vaca me brincó para arriba y cayó de rodillas. Me dijo, '¡Mauuuuu!’” “Que es hoy?”, le pregunte” ¡Jueves Corpo!” respondió Rosa. Había escuchado antes que ese día, Jueves Corpo, los animales pueden hablar, que las vacas brincan y caen de rodilla. "Dichosa fue usted que vino viva," le dijeron. "Si no, se hubiera caído muerta ahí."

Yucca

También fue sembradora. Cultivaba maíz, guandúl, habichuela, yuca, auyama. "Yo sembraba víveres de mancha: guineo, rulo, plátano, con yuca entre medio." Su conocimiento agrario era ancestral: sabía cómo y con qué combinar cada planta. "La auyama, si se sembraba cerca, aferraba la yuca y no se levantaba con fuerza." También tenía otra herramienta: la fe. "Yo podía sembrar en plena seca. El día que yo sembraba, tenía que llover. Porque yo le pedía a Dios y a San Antonio."

Tres Piedras, Tres Toques

La India sueña con claridad. Sus sueños llegan como instrucciones precisas. Ella los reconoce por el peso que dejan en el cuerpo. "Yo he curado personas en sueño,” dice. “Si no entregaba lo que soñaba, me enfermaba yo misma. Como si esa medicina tuviera que salir a través de mí.”

En una de esas visiones, su padrote —un semental perdido por once días— apareció. Le indicaron: “Coge tres piedras, habla con San Antonio y dales tres toques. Pídele que rompa cadena, que rompa alambre, que rompa soga, y que regrese.” Hizo lo que se le pidió. Al día siguiente, el animal volvió a casa.

A San Antonio se le invoca con firmeza. “Yo le dejo todo a San Antonio", dice, con la seguridad de quien ya ha recibido respuesta. No le reza por costumbre. Le habla porque ha visto lo que puede hacer. Cuando el sueño lo nombra, ella no duda: toma las piedras y confía.

También recuerda el caso de una mujer con una pierna enferma, tras años de visitas médicas sin resultado. “En la noche, se me reveló: tres granos de ajo, café, y epazote. Se lo mandé, y se sanó.” Lo espiritual y lo corporal caminan juntos. Hay remedios que no se aprenden en libros, sino que emergen del silencio de la noche.

Sueños que No Mienten

En sus sueños, La India ha caminado junto a figuras ancestrales que ella reconoce como indios. "Yo me baño con ese indio, al lado, en esa agua. Luego nos vamos, después del baño, me llevan a una casa... como una cueva.” En estos espacios oníricos, ella recibe comida sencilla pero significativa: casabe, yuca asada, o agua con azúcar. Estos sueños llegan como visitas, pero se convierten en transformaciones. Hay días en que siente que ha sido operada en sueño, y al despertar, el dolor ha desaparecido. "Yo vi cuando me operaron y todo. Me dijeron, ya está, abuela. Ya no vas a sufrir más de ahí. Y es verdad, no he vuelto a sufrir de eso."

La India los ha visto hacer fiesta bajo el agua, desnudos, celebrando. Los ha visto calentar sus cuerpos al sol sobre piedras. "Yo lo he vivido. Ahí he sabido durar, viviendo ahí. No duda de su existencia. No los ve como figuras del pasado, enterradas y lejanas. Para ella, siguen vivos—presencias que acompañan, aunque no siempre se dejen ver.

Ella no lo llama imaginación. Lo llama verdad. "Yo me siento orgullosa con ellos", afirma. Se reconoce en ellos y lleva esa conexión. No necesita pruebas externas porque su memoria y sus sueños son suficientes testigos. “Todo eso lo he visto en sueño. Y lo que uno ve en sueño, eso no miente.”

Piedras que Hablan

La India expresa que las piedras son más que elementos de la tierra; son presencias vivas que la acompañan. Algunas llegaron a ella en plena vigilia, y otras, a través del sueño.

Una de ellas, la piedra de Ana Luisa, le fue revelada en sueño: "Me dijeron en sueño, mira, yo soy Ana Luisa. Venme a buscar al río. A mí me pasan por arriba y nadie me recoge." La India se levantó al amanecer, llevó una botella de refresco rojo como ofrenda al Rey del Agua, y cruzó el río. No era la primera piedra que tocaba, pero cuando la alzó, supo que era ella. “Aquí está,” dijo, y la llevó a su altar. “Yo la adoro. Ella se dedicó a mí. Consideró que yo era como una persona pidiéndole un favor."

Otra de sus piedras apareció en la cañada. Mientras recogía agua para sus vacas, algo brincó a su lado. Pensó que era un maco y se asustó. Buscó un palo para espantarlo, pero al mirar con atención, vio que era una piedra: “Igualita a un maco penpen,” recordó. La recogió y desde entonces la conserva como parte de su altar, una piedra que confunde los límites entre lo espiritual y lo tangible.

Pero quizás la piedra más antigua y cargada de memoria que posee es un cemí taíno tallado en forma de rana. Fue un regalo de su padre, aunque no sin resistencia. “Yo se lo pedía y él me decía, ‘No, mija, déjame mi maco ahí.’” Su padre sabía que ese objeto tenía poder: lo guardaba dentro de un poste de agua, como si supiera que esa figura, asociada a la lluvia y la fertilidad, necesitaba mantenerse viva. Finalmente, accedió a entregárselo a su hija, sabiendo que lo cuidaría con la misma reverencia.

Desde entonces, La India ha soñado con él. “He soñado trabajando con ese maco. Como si yo fuera él, curando a una persona enferma.” En sus visiones es una sanadora en forma de maco, canal de un conocimiento que no puede explicarse con palabras.

Guardianes del Agua 

La India siente una afinidad especial por los macos. Los considera criaturas sagradas, señales de agua y vida. "Yo siempre oigo decir que el maco es de Dios. El maco llama agua.” Recuerda con cariño las noches del pasado, cuando el canto de los grillos y los macos llenaba el campo: "Eso daba gusto. Oír los macos cantando. A mí me encanta." Durante un tiempo, incluso crió dos macos en un caldero.

Aunque también ha escuchado historias oscuras sobre estas criaturas, como rituales para descubrir ladrones de gallinas usando la sangre del maco, ella insiste que nunca ha hecho eso. Para ella, los macos son protectores, no instrumentos de venganza: "El maco produce. El maco no es dañino."

Y sin embargo, ya no los escucha.

"Ahora que aquí no hay macos. [Antes] aquí había muchos macos." Se le nota cierta tristeza al decirlo. La ausencia del canto nocturno es una señal. Una advertencia silenciosa. El mundo ha cambiado. El monte, el agua, el clima—todo ha comenzado a guardar silencio.

El silencio de los macos es también el silencio de la tierra cuando no se le escucha, cuando no se le honra. Pero mientras, La India conserve su cemí y su memoria, la historia de los macos seguirá cantando en los oídos atentos.

Debajo del Arcoíris

La India nos llevó hasta su altar, una pequeña casa aparte dedicada exclusivamente a lo espiritual. Allí, dentro de una higuera llena de agua, guardaba sus piedras más queridas. Sobre la pared, un arcoíris de papel pintado parecía cruzar el cuarto entero. En el centro estaban sus santos de las 21 divisiones—cada uno con su luz. San Antonio ocupaba un lugar especial. Nos enseñó cómo reza, cómo le pide que abra caminos, que cuide a sus hijos y nietos, que guíe a quienes viajan. Mientras oraba, sostenía tres piedras en las manos. Las apretaba con fuerza, hablando en voz alta, invocando. Y al final de su oración, levantó las piedras por encima de su cabeza y las arrojó con ímpetu al suelo; un gesto de poder y certeza.

El Altar de La India

Nos sentamos a comer juntas. Nos sirvió queso fresco hecho en casa y yuca hervida. Cuando llegó el momento de irnos, no quería dejarnos ir. "Llamen antes de viajar," nos dijo, "para que yo le pida a San Antonio por ustedes." Al despedirnos, no hubo prisa. El tiempo parecía estirarse en su galería. Conocer a La India es recibir una enseñanza.  Es entender que lo sagrado no ha desaparecido—solo está esperando ser recordado.

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